martes, 2 de agosto de 2011

Caminaba entre los escombros, rodeada de maquinaria y alambradas. Podía sentir las miradas de cientos de ojos clavándose en mi espalda. Amanecía un día oscuro, la humedad atravesaba mi ropa, el aire cortaba mi piel y yo tenía miedo. Seguí avanzando y, como si del decorado de una obra de teatro se tratase, el paisaje cambió ante mí en tan sólo dos pasos. Un castillo, eso fue lo que me encontré al girar la cabeza, pero un castillo diferente a los que estaba acostumbrada a ver. Las almenas eran cilíndricas y de color verde, las paredes de un negro pizarra intenso. Estaba enclavado en un suelo húmedo y lleno de musgo, la yedra trepando a través de sus paredes y enredándose en las rejas que cubrían las ventanas. Hubo algo que llamó mi atención, su tamaño, probablemente hubiera podido levantarlo con una sola mano si me lo hubiera propuesto, cómo si perteneciera a un cuento de hadas. Justo delante de mí, un puente. Una piedra sobre otra formando un arco perfecto, intacto a pesar del paso del tiempo. Me apoyé en un extremo, mirando hacia el río. Una gota de agua cayó en mi dedo, miré al cielo, las nubes se tornaban de un gris cada vez más oscuro, hasta hacerse casi negro. Mi mirada siguió la corriente del agua y se perdió entre las montañas. Así pasé mucho tiempo hasta que tu voz me despertó de aquella ensoñación, estabas sentada en una roca, no demasiado cerca de la orilla. El agua la golpeaba con fuerza y el miedo que antes sentí, volvió a apoderarse de mí. A pesar de todo, parecías tan feliz … Disfrutabas tirando al agua algunas de las flores que adornaban tu pelo, sonreías. No dejaba de mirarte, añoraba aquellos años, el tiempo había pasado tan rápido … poco quedaba ya de esa niña que un día fui.