miércoles, 21 de septiembre de 2011

La fuerza del viento me impedía cerrar la puerta, así que no pude evitar que se colaran algunas hojas secas en la entrada. El piso estaba en la séptima planta, pero nunca me gustaron los ascensores. Las piernas me temblaban más y más a medida que avanzaba. Cuando giré la llave, la madera de aquella vieja puerta crujió y un escalofrío recorrió mi cuerpo. No tuve que molestarme en cerrar, un portazo me dejó sola dentro de la casa. Levanté la mirada y me vi reflejada en el espejo del recibidor, no podía describir muy bien mi expresión, no sé si era miedo, tristeza o sólo nostalgia, lo que en ese momento sentía. El paragüero estaba vacío, ni rastro del bastón que cada día te acompañaba en los paseos matutinos. Avancé por el pasillo, ahora más oscuro que nunca, y llegué a la cocina. Abrí el armario donde guardabas las tazas de porcelana, las mismas en las que cada tarde te servías el té. Allí estaban todas ordenadas, colocadas cada una en el lugar exacto. Me senté a la mesa y recordé muchas de las comidas que había compartido contigo tiempo atrás, mientras me contabas historias de tu vida pasada, viajes, libros, paseos, cines, … Las cortinas del salón estaban echadas, el frío de la habitación resquebrajaba cada una de mis terminaciones nerviosas, me dejé caer en la mecedora y cerré los ojos. El sonido de la aguja pespunteando la tela vino a mis oídos, la cadena de aquella vieja máquina de coser daba vueltas en mi cabeza, un vestido, una blusa, un pantalón, siempre algo por hacer …