sábado, 29 de octubre de 2011

Con su dedo recorría los surcos que el agua de lluvia dibujaba en el cristal de la ventana. Su piel era casi transparente, siempre decía que los años habían hecho de ella un fino papel de fumar. Aquel domingo de otoño había amanecido nublado y ella estaba sola en casa, la misma que había pertenecido a sus padres años atrás y que sería de sus hijos cuando ella no estuviera, aunque sabía que tras su muerte quedaría vacía. Desde que se fueron de casa, escasas habían sido las ocasiones en las que habían ido a verla, un día porque tenían trabajo, otro porque habían hecho planes … Cada día que pasaba se sentía más sola, vivía aferrada a sus recuerdos, a los años en los que había sido tan feliz en aquella casa.

Todas las mañanas se sentaba, con su taza de café, frente a la ventana. Sentía el chisporroteo de la leña consumiéndose a sus espaldas y la brisa del aire colándose entre los huecos de una madera consumida por el tiempo. El jardín estaba cubierto de hojas secas, amarillas y marrones, que dibujaban una alfombra otoñal. La lluvia no cesaba. Ana adoraba aquellos días, salir y respirar la pureza de aquel aire, sentir el frío en su cara y en sus manos …  
Se acercó a la fuente y mojó su mano. Recordó los días en los que su padre le leía cuentos mientras ella jugaba con el agua, y como después, lo hacía ella con sus hijos.
La cuerda del columpio estaba rota. Ana ató con cuidado los extremos, apartó las hojas de la yedra que lo habían cubierto y se sentó. Cerró los ojos y empezó a balancearse, lentamente al principio, pero poco a poco fue cogiendo velocidad. Las gotas de lluvia empezaron a caer de nuevo, mojando su cara. A Ana no le importó, se cubrió la cabeza con su bufanda de lana y se abrochó el abrigo. Hacía tiempo que no se sentía tan bien.

Muchas eran las arrugas que cubrían su cuerpo, y muchos los años que había dejado atrás, pero en ese momento sólo podía pensar una cosa, aún estaba viva …