viernes, 9 de diciembre de 2011

Había caminado en varias ocasiones hacia la estación en el último mes, pero justo antes de cruzar la puerta mis pasos se paraban en seco y volvían a desandar el camino. Nunca pensé que llegaría a ser capaz de coger aquel tren. 
Amaneció nublado, el antiguo reloj de la torre marcaba las ocho, hoy sí sería el día. La maleta aún estaba vacía, encima de mi cama, la ropa bien colocada en el armario. Me detuve un momento ante él, sería complicado meter todos aquellos trapos en un espacio tan pequeño. Decidí hacer aquel viaje con lo indispensable, no necesitaba demasiado equipaje, los recuerdos debían quedarse dentro de los cajones, así resultaría más sencillo, menos doloroso… Con la caída de la tarde salí de casa, cerré la puerta, me encajé el sombrero, deslicé los guantes entre mis dedos y me abroché el abrigo. Estaba decidida, ya nada me retenía allí.
La estación era un hervidero de gente con prisas, pasos hacia un lado, hacia otro, voces de niños jugando a las canicas, puestos de castañas tostadas,… Me acerqué al kiosco a comprar algo que me mantuviera entretenida, al final me conformé con un periódico del día anterior, ya usado, cualquier cosa era mejor que dejar mi mente libre.
            El banco estaba frío y la madera astillada. A mi lado se sentó un señor mayor que me miraba de reojo, tras varios titubeos llegó la pregunta que estaba esperando…
-          ¿Espera usted el tren de las siete, señorita?
-          Sí, el mismo, ¿por qué?
-          No, por nada. Es que yo estoy esperando a mi hijo que llegará en él. Viene a pasar unos días en casa, hace mucho que no nos vemos.
-          Serán unos días estupendos, estoy segura.

Traté de concentrarme de nuevo en el periódico, pero resultó imposible, las manecillas del reloj pesaban sobre mi cabeza, el tiempo parecía haberse detenido…
Al fin, una campana comenzó a sonar anunciando la llegada de un nuevo tren y una nube de humo se vislumbró a lo lejos, sobre los raíles. Sí, allí estaba, ya no había marcha atrás. Cogí mi maleta y me despedí del señor que estaba a mi lado, deseándole que disfrutara aquellos días junto a su hijo.
Cuando puse el pie en el primer escalón, una lágrima resbaló por mi mejilla, había meditado mucho mi decisión y pensé que sería lo más acertado, pero también sabía que no iba a ser nada fácil olvidarse de todo lo vivido y, menos aún, de todo lo sentido.
Coloqué mi maleta en la parte superior del vagón y me senté junto a la ventana. El tren empezó a moverse, pude ver muchos brazos agitándose con fuerza, besos lanzados al aire, el deseo de un buen viaje flotando en la mente de muchas personas, la nostalgia del último adiós en la de otras… Una mezcla de sentimientos llenó mi cabeza, por un lado, la satisfacción de haber sido capaz de enfrentarme a ello, por otro, la nostalgia de despedir una bonita etapa de mi vida.
La noche no tardó demasiado en alcanzarnos, pero yo no tenía sueño, aún estaba un poco aturdida. En la oscuridad del paisaje, las cinco líneas se aparecían ante mis ojos y mis dedos parecían acariciar con dulzura su superficie lisa y fría, de aspecto nacarado… Era un llanto silencioso, como un manantial, el llanto del alma, de un alma hoy hecha jirones…
Decidí que lo mejor sería no recordar aquellas cinco líneas, durante un tiempo, ni nada que tuviera que ver con ellas, por mucho que me pesara.
Entre imágenes y olores pasó la noche. La mañana estaba mucho más despejada, como mi cabeza. Me levanté un rato, el tren había parado unos minutos y bajé a respirar un poco de aire fresco. Regresé a mi vagón con las energías algo más renovadas. La brisa del aire en la cara me recordó aquel paseo, a orillas del río, subiendo la cuesta… Fui feliz, sí, en ese momento fui muy feliz. Conseguí dibujar una sonrisa en mi cara y me gustó.
Ya basta de lágrimas y lamentos – me dije – ahora sólo voy a recordar todo lo bueno que  aportó a mi vida.  
Los acordes se mezclaban con las palabras, las luces, los sonidos, las risas, el brillo en los ojos,… Pensar en todo aquello me reconfortaba, me hacía sentirme bien, animada. Poco a poco conseguí que las lágrimas se secaran en mis ojos antes de ver la luz. Empecé a buscar las cinco líneas, a leer en ellas, a escuchar a través de ellas, a interpretarlas. Las heridas empezaban a cicatrizar y yo volvía a sentirme viva de nuevo.
En ese momento el tren paró, sin darme cuenta había llegado a mi destino, conseguí estar donde quería estar. Baje del tren, ahora con más fuerza, concentrándome en cada uno de mis pasos, sintiéndome con fuerzas para volver a empezar y recordándolo todo como una bonita historia con punto y final.