martes, 22 de mayo de 2012


-          Si sigues acercándote de esa manera acabarás cayendo al agua – decía su padre.
Después de una larga semana de lluvia intensa, por fin el tiempo les había dado una tregua. A Gabriel le encantaba navegar. Cuando estaba en el barco de su padre, imaginaba que algún día él también sería pescador y recorrería los mares, venciendo tormentas y tempestades.
-          ¡Ayúdame con las redes, Gabriel!
El viento revoloteaba en su cabeza, alborotando su pelo. Gabriel tiraba con fuerza hasta que las cuerdas acababan haciendo sangrar a sus manos.

-          No he podido llegar antes, mamá, ¿cómo se encuentra hoy?
-          Hace un rato abrió los ojos, le estuve hablando, pero no me contestó, seguía con la mirada perdida, después volvió a cerrarlos y hasta ahora. 
-          ¡Papá, papá soy yo, Ana!
-          Me paso las horas hablándole, hija, contándole historias de cuando era pequeño, de lo que le gustaba hacer,… pero nada, no consigo que me diga nada, ni siquiera sé si me escucha. 

Cada vez que cogía la bicicleta recordaba que debía engrasar la cadena, estaba muy oxidada y hacía un ruido espantoso. Aquella tarde había quedado con Mario para dar un paseo por el campo.
-          ¡No vengas tarde y cuidado con lo que haces, no quiero pasarme el día lavándote la ropa! – le había dicho su madre, antes de salir de casa.
Mario era uno de sus mejores amigos, iban juntos a la escuela de Doña Carmen, donde compartían pupitre. Cuando las clases terminaban, salían corriendo para jugar un rato a las canicas, mientras llegaba la hora del almuerzo.  
Al pasar por el puente de piedra, la rueda de la bicicleta se enredó en una rama, Gabriel perdió el equilibrio y cayó al agua. Un pequeño rasguño en la rodilla y todo el cuerpo empapado, esta vez sí que le iba a caer una buena.  

-          ¿Cómo sigue Gabriel, alguna novedad?
-          Nada, doctor, todo sigue igual. Hace ya casi un año que dejó de conocernos, pero de vez en cuando se acordaba de algo, nos contaba alguna historia, luego se paraba de golpe, mirando fijamente al frente, y empezaba a llorar.  Desde que el pasado viernes cerró los ojos, muy pocas han sido las ocasiones en las que ha vuelto a abrirlos.

La última vez que había viajado en tren, apenas contaba diez años. Nunca olvidaría aquel viaje. Una mañana de julio, recibieron una carta de su tía invitando a él y a su hermana a pasar unos días con ellos. A la madre de Gabriel no le agradó demasiado la idea, pero al final acabó cediendo y al día siguiente estaba despidiendo a sus dos hijos en la estación.
Los tíos de Gabriel vivían en Barcelona. El viaje duró varias horas. Mientras María dormía, él observaba los paisajes a través de la ventanilla.
Gabriel nunca había estado en una ciudad. Aquellas dos semanas fueron las mejores de su infancia. Recorrió calles, comió helados, visitó teatros, escuchó el agradable sonido de varios acordeones sonando al paso de la gente, …

-          Es hora de irme, pero te dejo en buena compañía, mañana volveré a verte de nuevo, cuida de mamá.

De pronto, aquella voz pareció resultarle familiar. En los últimos meses se había esforzado mucho en tratar de reconocer las caras de tantas personas que decían ser su mujer, su hija, su hermana, su amigo, … pero no lo había conseguido. Ahora sí, sabía que esa voz no era extraña, que había formado parte de su vida.

-          ¡Mamá, ven, rápido, ha vuelto a abrir los ojos!
-          ¡Gabriel, puedes oírnos! ¡Gabriel, estoy aquí!

¡Cómo olvidar aquellos ojos de los que un día se enamoró! Gabriel sonrió y deslizó su mano hasta hacerla rozar con la de su mujer, después todo se volvió borroso de nuevo …