miércoles, 22 de agosto de 2012


El suave tintineo de la campanilla anunció su llegada.  Julia se quitó los guantes mientras esperaba     que tras el mostrador apareciera, como cada día, el señor Martín. 
-          ¡Buenos días, señorita Julia! ¿Qué va a ser, lo de todos los días?
-          Sí, señor Martín, me niego a dejar de saborear sus bollos de pan crujiente, ya sabe usted que son mi perdición.
-          Usted siempre tan atenta señorita Julia. Pues he oído decir por ahí que no se le da mal la repostería, quizás podría echarnos una mano.
-          ¡Uy!, dudo yo que la calidad de mis dulces se atreva siquiera a mirar de lejos a los suyos.
-          Bueno, eso habría que verlo. Aún así, si se cansa de trabajar siempre frente a su máquina de escribir, en esas oficinas repletas de libros y papeles, no olvide mi oferta. 
Julia sonrió, no era la primera vez que el señor Martín le ofrecía trabajo en su panadería.
-          Lo tendré en cuenta, señor Martín. ¡Muchas gracias y hasta mañana!

Adoraba al señor Martín, lo conocía desde que era pequeña. Cada mañana, iba con su madre a recoger el pan a la vuelta del colegio y, no eran escasas las ocasiones en las que le regalaba magdalenas cubiertas de chocolate recién hecho.   
La casa de Julia no quedaba muy lejos de la panadería, apenas dos calles más allá, pero el fuerte viento y las gotas de lluvia que empezaron a caer, hicieron que el camino pareciera eterno. Giró la llave y la puerta se abrió, dando paso a un pequeño recibidor. Un agradable aroma a canela envolvía la estancia. El día anterior, Julia había estado preparando galletas. Tal y como había dicho el señor Martín, era una amante de la repostería y, siempre que tenía tiempo libre, se metía en la cocina y preparaba cualquier cosa que se le ocurriera.

-          No sé para qué hago esto – decía al terminar – ¡ahora quién se lo va a comer!

Desde que su madre murió, Julia vivía sola en un pequeño piso antiguo, pero siempre se había sentido como en familia. Justo enfrente de ella vivía Clara, una anciana adorable que rondaba los ochenta y cinco años, pero que parecía tener menos de treinta. Clara tenía una hija, pero se negaba a abandonar su casa, le gustaba saber que aún podía hacer las cosas por sí misma, sin ningún tipo de ayuda. Más arriba, en el quinto piso, vivía un matrimonio joven con dos pequeños de cuatro y seis años, Pablo y Quique. A Julia le encantaban los niños, siempre que podía jugaba con ellos y los llevaba de paseo.

Cuando terminaba de cocinar, repartía los dulces entre los pequeños y la señora Clara.
-          Si sigues alimentándome así de bien, acabaré por no poder pasar por la puerta – decía la señora Clara.
-          No exagere, Clara, usted está estupenda, siempre lo ha estado.

Clara era una mujer de estatura más bien baja, pero muy delgada. Tenía el pelo blanco y bastante abundante, siempre lo llevaba muy bien peinado. Sus ojos eran de un azul tan profundo que parecía como si al mirarlos, un trocito de mar se estuviera exponiendo ante ti.
Algunas tardes, iba a casa de Clara a tomar el té. La casa era muy acogedora,  estaba llena de todo tipo de plantas, pero Julia tenía su rincón preferido en ella. Era una especie de hexágono que se prolongaba al fondo del salón, completamente rodeado de grandes ventanales de madera blanca por donde se colaban los rayos del sol en los días de primavera, con una gran multitud de plantas. Pegado a uno de los ventanales había una máquina de coser. Había pertenecido a la madre de Clara muchos años atrás, pero tras su muerte pasó a ser suya. En el centro del hexágono, una mesa de hierro blanca, con sus sillones a juego, donde pasaban las horas conversando, o simplemente observando la ciudad que se extendía a sus pies mientras sus tazas humeaban y el dulce sabor a galletas o bizcochos recién hechos despertaba sigilosamente su  paladar …   
( … )