miércoles, 10 de octubre de 2012


Abrí los ojos de golpe, todo estaba oscuro a mi alrededor. La humedad se colaba por cada grieta de la habitación. Intenté levantarme de la cama, pero mis piernas comenzaron a tambalearse y tuve que agarrarme antes de acabar desplomada en el suelo. La lamparilla desprendía una tenue luz, casi tenebrosa. Me envolví en la manta roja que cubría la cama y me dejé arrastrar hasta la ventana. Mi cuerpo pesaba como si sobre él hubieran depositado toneladas del metal más pesado. La madera chirrió y de pronto todo se iluminó. Las motitas de polvo flotaban en el ambiente, ajenas al desorden. Me senté en el hueco de la ventana. Había vuelto a nevar, era la tercera vez en lo que iba de semana. La verja estaba abierta, con la mirada seguí la dirección de las huellas que había en el camino. Sus pequeños pies…, seguro que Hugo había vuelto a colarse en el jardín mientras yo dormía. Adoraba a aquel niño, me encantaba sentarme con él y contarle miles de historias sobre bosques encantados, animales feroces y seres fantásticos que él escuchaba con tanta atención que parecía estar viviéndolo en ese mismo instante. A veces me preguntaba si lo hacía por complacer a Hugo o si era yo la que realmente necesitaba escucharlas. 
Miré hacia la habitación. De la percha colgaban mi abrigo y el gorro de lana que Paula me había regalado por mi cumpleaños. Junto a ella había una mesa pequeña sobre la que descansaban, apilados, decenas de libros.
Traté de acomodar la manta a mi cuerpo. Estaba helada y sentía como si alguien apretara mi cabeza contra la pared. De nuevo, la habitación comenzó a borrarse …