viernes, 29 de marzo de 2013


El sonido de miles de cristales golpeando contra el suelo de la cocina consiguieron sacarme, de un golpe, del estado de ensoñación en el que me encontraba. Estaba tan acostumbrada a estar sola en casa que cualquier ruido diferente al que producía el sistema de engranajes del ascensor, despertaba en mí cierto desasosiego.
            Con pasos temblorosos recorrí los escasos metros que me separaban de la cocina. La ventana estaba abierta, la fuerza del viento la había hecho golpear contra el jarrón de cristal. Las rosas esparcidas por el suelo, el agua deslizándose entre las baldosas, alcanzando, casi, mis pies desnudos. Intenté cerrar la ventana, pero no pude. Miré hacia fuera, todo estaba oscuro, los árboles sacudían sus ramas ferozmente.

Habías estado allí, otra vez habías vuelto.

Salí a la calle y empecé a caminar. Apenas podía distinguir bien el sendero del bosque. De vez en cuando, la luna salía de entre las nubes. Al principio no lo noté, pero poco a poco la humedad del suelo iba calando mis pies y entumeciendo mi cuerpo. Aparté varias de las ramas que se cruzaban en el camino y logré abrirme paso entre ellas. El viento chocaba fuertemente contra mi cuerpo débil, me agarré con fuerza al tronco de un árbol y permanecí así hasta que mis músculos se fueron relajando y me hicieron resbalar hasta tocar el suelo. Una pequeña herida en la mejilla. Traté de levantarme, pero mi vestido se enganchó y volví a caer. Casi no podía sentir mi cuerpo, tenía los pies ensangrentados y la cara llena de lágrimas.

No debiste venir, nunca debiste acercarte.

Tenía que salir de allí. De un tirón rajé el trozo de vestido enganchado y volví a ponerme en pie. Empezaba a amanecer y el viento había ido amainando. Sequé mis lágrimas y retomé el camino. Un paso tras otro. Apenas sentía dolor, mis piernas volvieron a recuperar su fuerza. El primer rayo de sol empezaba a colarse entre los árboles, rozando suavemente mi cara. 

Ya no estabas allí, no permitiré que vuelvas.

Llegué a lo más alto del acantilado y me senté en una roca. Las olas del mar se aproximaban sigilosas a la orilla, cubriendo dulcemente la arena de la playa. El fuerte viento de la noche anterior se había convertido en una agradable brisa. No escuché tus pasos aproximarse, sólo sentí la calidez de tu abrigo cubriendo mi espalda y tus manos acariciando mi cara con ternura. Me estremecí. Llevaba tanto tiempo         esperándote …