domingo, 7 de agosto de 2016

    Hectáreas de campos de trigo y algunos girasoles quedaban atrás mientras la locomotora no dejaba de rugir. El humo del tren se disipaba entre  las escasas nubes de aquella tarde de verano. Dentro del vagón, un libro me acompañaba en las interminables horas de viaje. El calor era asfixiante y  yo estaba ansiosa por llegar. Por unos minutos levanté la vista de aquellas páginas. Junto a mí, una madre enseñaba a reír a su hija mientras arreglaba, uno a uno, los impecables pliegues de su falda roja. La pequeña lo intentaba, pero la miraba temerosa, sacudiendo sus guantes y dibujando una mueca de tristeza en su rostro.
     El mes de julio había avanzado tan rápido, parecía como si solo hubiese pasado una semana desde la última vez que vi a mis compañeros tumbados en aquel parque a la salida de clase. Ahora sólo pensaba en ella y en los días que quedaban por delante para disfrutarla …
    El tren se detuvo bruscamente y tuve que agarrarme fuerte para no caer. Mi maleta pesaba demasiado, como cada año. Esta vez no estaba esperándome en la estación, sería una sorpresa … Caminé por las empinadas calles admirando las flores que decoraban los balcones y ventanas a ambos lados hasta que llegué a la puerta. Solté mi maleta y me detuve a mirarla. Sus paredes de piedra seguían impecables, imperecederas al paso del tiempo. La abuela había decorado la fachada con plantas de todo tipo y había vuelto a barnizar la madera de la puerta. Toqué despacio, pero no hubo respuesta. Un poco más fuerte después y, tras el chirrido de la puerta asomó una dulce señora de ojos azules y cabello blanco. Aún recuerdo la calidez de aquel abrazo y como las lágrimas resbalaban por mis mejillas mientras ella me decía que pensaba que aquel verano no lo pasaría a su lado …
    La casa consistía en un patio interior, cubierto de una enorme cristalera que se había vuelto translúcida con el paso de los años, rodeado de habitaciones distribuidas en dos plantas. Los suelos eran de piedra y los techos quedaban atravesados por cuidadas vigas de madera. En un lateral del patio, se encontraba la escalera de acceso a la segunda planta que dibujaba un bonito corredor. Detrás de la casa aguardaba un acogedor jardín lleno de macetas, pájaros y un pozo. Un pequeño caminito de piedras conducía a unos cobertizos donde se guardaban todos los aperos de labranza y, años más tarde, también nuestras bicicletas.
     Mientras colocaba la maleta en mi habitación, la abuela preparó una merienda en el jardín. Bollos de aceite, zumo, té, chocolate, y un sinfín de cosas más dispuestas sobre un impoluto mantel de encaje blanco.
     El año había sido duro. Días de lluvia, nieve y frío la obligaban a permanecer en casa durante semanas seguidas. La llegada de la primavera supuso un soplo de aire fresco. Salía cada mañana a barrer la puerta, a refrescarla con agua y, cuando el sol aún no había despuntado, cogía su cesta y bajaba al mercado.
    Junto a su mecedora, estaba la pamela de flores que me regaló para mi cumpleaños hace casi tres veranos. Subí a mi habitación y me cambié de ropa, un vestido sencillo y unas zapatillas blancas. Con cuidado, recogí mi cabello en una trenza y me coloqué la pamela. Al fondo del cobertizo estaban las bicicletas. Saqué la de la abuela y la mía, le quité un poco el polvo y ajusté el sillín. Cuando la abuela salió al patio sonrío – dame unos segundos, dijo – y al poco tiempo apareció también con un sombrero y unas zapatillas. Como si el tiempo no hubiera pasado, recorrimos caminos rodeados de almendros y olivos mientras la brisa refrescaba nuestros rostros. Nos detuvimos junto al río, mojando las manos y la cara, y vimos al sol perderse entre las montañas.
   Los días pasaban demasiado rápido, pero pasaban. Ahora no hay bicicletas. Casi no hay veranos …