Hectáreas
de campos de trigo y algunos girasoles quedaban atrás mientras la locomotora no
dejaba de rugir. El humo del tren se disipaba entre las escasas nubes de aquella tarde de verano.
Dentro del vagón, un libro me acompañaba en las interminables horas de viaje. El
calor era asfixiante y yo estaba ansiosa
por llegar. Por unos minutos levanté la vista de aquellas páginas. Junto a mí,
una madre enseñaba a reír a su hija mientras arreglaba, uno a uno, los
impecables pliegues de su falda roja. La pequeña lo intentaba, pero la miraba
temerosa, sacudiendo sus guantes y dibujando una mueca de tristeza en su
rostro.
El mes de
julio había avanzado tan rápido, parecía como si solo hubiese pasado una semana
desde la última vez que vi a mis compañeros tumbados en aquel parque a la
salida de clase. Ahora sólo pensaba en ella y en los días que quedaban por
delante para disfrutarla …
El tren se
detuvo bruscamente y tuve que agarrarme fuerte para no caer. Mi maleta pesaba
demasiado, como cada año. Esta vez no estaba esperándome en la estación, sería
una sorpresa … Caminé por las empinadas calles admirando las flores que
decoraban los balcones y ventanas a ambos lados hasta que llegué a la puerta.
Solté mi maleta y me detuve a mirarla. Sus paredes de piedra seguían
impecables, imperecederas al paso del tiempo. La abuela había decorado la
fachada con plantas de todo tipo y había vuelto a barnizar la madera de la
puerta. Toqué despacio, pero no hubo respuesta. Un poco más fuerte después y,
tras el chirrido de la puerta asomó una dulce señora de ojos azules y cabello blanco.
Aún recuerdo la calidez de aquel abrazo y como las lágrimas resbalaban por mis
mejillas mientras ella me decía que pensaba que aquel verano no lo pasaría a su
lado …
La casa
consistía en un patio interior, cubierto de una enorme cristalera que se había vuelto
translúcida con el paso de los años, rodeado de habitaciones distribuidas en
dos plantas. Los suelos eran de piedra y los techos quedaban atravesados por
cuidadas vigas de madera. En un lateral del patio, se encontraba la escalera de
acceso a la segunda planta que dibujaba un bonito corredor. Detrás de
la casa aguardaba un acogedor jardín lleno de macetas, pájaros y un pozo. Un pequeño caminito de piedras conducía a unos cobertizos donde se
guardaban todos los aperos de labranza y, años más tarde, también nuestras
bicicletas.
Mientras colocaba
la maleta en mi habitación, la abuela preparó una merienda en el jardín. Bollos
de aceite, zumo, té, chocolate, y un sinfín de cosas más dispuestas sobre un
impoluto mantel de encaje blanco.
El año
había sido duro. Días de lluvia, nieve y frío la obligaban a permanecer en casa
durante semanas seguidas. La llegada de la primavera supuso un soplo de aire
fresco. Salía cada mañana a barrer la puerta, a refrescarla con agua y, cuando
el sol aún no había despuntado, cogía su cesta y bajaba al mercado.
Junto a su
mecedora, estaba la pamela de flores que me regaló para mi cumpleaños hace casi
tres veranos. Subí a mi habitación y me cambié de ropa, un vestido sencillo y
unas zapatillas blancas. Con cuidado, recogí mi cabello en una trenza y me
coloqué la pamela. Al fondo del cobertizo estaban las bicicletas. Saqué la de
la abuela y la mía, le quité un poco el polvo y ajusté el sillín. Cuando la
abuela salió al patio sonrío – dame unos segundos, dijo – y al poco tiempo
apareció también con un sombrero y unas zapatillas. Como si el tiempo no hubiera
pasado, recorrimos caminos rodeados de almendros y olivos mientras la brisa
refrescaba nuestros rostros. Nos detuvimos junto al río, mojando las manos y la
cara, y vimos al sol perderse entre las montañas.
Los días
pasaban demasiado rápido, pero pasaban. Ahora no hay bicicletas. Casi no hay
veranos …
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