lunes, 26 de septiembre de 2016

            Aquello no se parecía en nada a lo que ella había imaginado. Las habitaciones eran frías y húmedas y los pasillos solitarios. Escasos eran los rayos de sol que se atrevían a colarse por las desgastadas ventanas. El patio estaba casi siempre vacío y resultaba difícil escuchar alguna voz, aunque fuese lejana.
            Carlota acudía a clase cada día, pero nadie se sentaba en su pupitre. El resto de estudiantes la miraban con cierto recelo. Nunca un saludo, nunca una sonrisa.
            Los días pasaban despacio, más de lo que ella deseaba, y cada uno era igual al siguiente. Se sentía sola entre toda esa gente. Aquel no era su sitio … Añoraba las tardes de paseo con sus amigos, las risas, la humeante taza de chocolate de los días de lluvia, incluso el estruendoso ruido del último tranvía que siempre acababa despertándola.
            Un día, sentada en su cama contemplando viejas fotografías, se le ocurrió que quizás pudiese traer esos recuerdos a su habitación. Entonces, saltó de la cama y se dirigió al cajón donde guardaba las acuarelas y las barras de pintura pastel y comenzó a dibujar cada uno de los rincones preferidos de su ciudad. El aljibe, el río, las montañas nevadas, … todos fueron dando vida a las paredes de aquella habitación.

            Cada tarde, Carlota preparaba una taza de té, se sentaba en la ventana y observaba detenidamente cada uno de los dibujos. El olor a esencias y las maravillosas vistas la hacían sentirse en casa …