Aquello no
se parecía en nada a lo que ella había imaginado. Las habitaciones eran frías y
húmedas y los pasillos solitarios. Escasos eran los rayos de sol que se
atrevían a colarse por las desgastadas ventanas. El patio estaba casi siempre
vacío y resultaba difícil escuchar alguna voz, aunque fuese lejana.
Carlota
acudía a clase cada día, pero nadie se sentaba en su pupitre. El resto de
estudiantes la miraban con cierto recelo. Nunca un saludo, nunca una sonrisa.
Los días
pasaban despacio, más de lo que ella deseaba, y cada uno era igual al
siguiente. Se sentía sola entre toda esa gente. Aquel no era su sitio … Añoraba
las tardes de paseo con sus amigos, las risas, la humeante taza de chocolate de los
días de lluvia, incluso el estruendoso ruido del último tranvía que siempre
acababa despertándola.
Un día,
sentada en su cama contemplando viejas fotografías, se le ocurrió que quizás
pudiese traer esos recuerdos a su habitación. Entonces, saltó de la cama y se
dirigió al cajón donde guardaba las acuarelas y las barras de pintura pastel y
comenzó a dibujar cada uno de los rincones preferidos de su ciudad. El aljibe,
el río, las montañas nevadas, … todos fueron dando vida a las paredes
de aquella habitación.
Cada tarde,
Carlota preparaba una taza de té, se sentaba en la ventana y
observaba detenidamente cada uno de los dibujos. El olor a esencias y las
maravillosas vistas la hacían sentirse en casa …
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