miércoles, 10 de octubre de 2012


Abrí los ojos de golpe, todo estaba oscuro a mi alrededor. La humedad se colaba por cada grieta de la habitación. Intenté levantarme de la cama, pero mis piernas comenzaron a tambalearse y tuve que agarrarme antes de acabar desplomada en el suelo. La lamparilla desprendía una tenue luz, casi tenebrosa. Me envolví en la manta roja que cubría la cama y me dejé arrastrar hasta la ventana. Mi cuerpo pesaba como si sobre él hubieran depositado toneladas del metal más pesado. La madera chirrió y de pronto todo se iluminó. Las motitas de polvo flotaban en el ambiente, ajenas al desorden. Me senté en el hueco de la ventana. Había vuelto a nevar, era la tercera vez en lo que iba de semana. La verja estaba abierta, con la mirada seguí la dirección de las huellas que había en el camino. Sus pequeños pies…, seguro que Hugo había vuelto a colarse en el jardín mientras yo dormía. Adoraba a aquel niño, me encantaba sentarme con él y contarle miles de historias sobre bosques encantados, animales feroces y seres fantásticos que él escuchaba con tanta atención que parecía estar viviéndolo en ese mismo instante. A veces me preguntaba si lo hacía por complacer a Hugo o si era yo la que realmente necesitaba escucharlas. 
Miré hacia la habitación. De la percha colgaban mi abrigo y el gorro de lana que Paula me había regalado por mi cumpleaños. Junto a ella había una mesa pequeña sobre la que descansaban, apilados, decenas de libros.
Traté de acomodar la manta a mi cuerpo. Estaba helada y sentía como si alguien apretara mi cabeza contra la pared. De nuevo, la habitación comenzó a borrarse …  

miércoles, 22 de agosto de 2012


El suave tintineo de la campanilla anunció su llegada.  Julia se quitó los guantes mientras esperaba     que tras el mostrador apareciera, como cada día, el señor Martín. 
-          ¡Buenos días, señorita Julia! ¿Qué va a ser, lo de todos los días?
-          Sí, señor Martín, me niego a dejar de saborear sus bollos de pan crujiente, ya sabe usted que son mi perdición.
-          Usted siempre tan atenta señorita Julia. Pues he oído decir por ahí que no se le da mal la repostería, quizás podría echarnos una mano.
-          ¡Uy!, dudo yo que la calidad de mis dulces se atreva siquiera a mirar de lejos a los suyos.
-          Bueno, eso habría que verlo. Aún así, si se cansa de trabajar siempre frente a su máquina de escribir, en esas oficinas repletas de libros y papeles, no olvide mi oferta. 
Julia sonrió, no era la primera vez que el señor Martín le ofrecía trabajo en su panadería.
-          Lo tendré en cuenta, señor Martín. ¡Muchas gracias y hasta mañana!

Adoraba al señor Martín, lo conocía desde que era pequeña. Cada mañana, iba con su madre a recoger el pan a la vuelta del colegio y, no eran escasas las ocasiones en las que le regalaba magdalenas cubiertas de chocolate recién hecho.   
La casa de Julia no quedaba muy lejos de la panadería, apenas dos calles más allá, pero el fuerte viento y las gotas de lluvia que empezaron a caer, hicieron que el camino pareciera eterno. Giró la llave y la puerta se abrió, dando paso a un pequeño recibidor. Un agradable aroma a canela envolvía la estancia. El día anterior, Julia había estado preparando galletas. Tal y como había dicho el señor Martín, era una amante de la repostería y, siempre que tenía tiempo libre, se metía en la cocina y preparaba cualquier cosa que se le ocurriera.

-          No sé para qué hago esto – decía al terminar – ¡ahora quién se lo va a comer!

Desde que su madre murió, Julia vivía sola en un pequeño piso antiguo, pero siempre se había sentido como en familia. Justo enfrente de ella vivía Clara, una anciana adorable que rondaba los ochenta y cinco años, pero que parecía tener menos de treinta. Clara tenía una hija, pero se negaba a abandonar su casa, le gustaba saber que aún podía hacer las cosas por sí misma, sin ningún tipo de ayuda. Más arriba, en el quinto piso, vivía un matrimonio joven con dos pequeños de cuatro y seis años, Pablo y Quique. A Julia le encantaban los niños, siempre que podía jugaba con ellos y los llevaba de paseo.

Cuando terminaba de cocinar, repartía los dulces entre los pequeños y la señora Clara.
-          Si sigues alimentándome así de bien, acabaré por no poder pasar por la puerta – decía la señora Clara.
-          No exagere, Clara, usted está estupenda, siempre lo ha estado.

Clara era una mujer de estatura más bien baja, pero muy delgada. Tenía el pelo blanco y bastante abundante, siempre lo llevaba muy bien peinado. Sus ojos eran de un azul tan profundo que parecía como si al mirarlos, un trocito de mar se estuviera exponiendo ante ti.
Algunas tardes, iba a casa de Clara a tomar el té. La casa era muy acogedora,  estaba llena de todo tipo de plantas, pero Julia tenía su rincón preferido en ella. Era una especie de hexágono que se prolongaba al fondo del salón, completamente rodeado de grandes ventanales de madera blanca por donde se colaban los rayos del sol en los días de primavera, con una gran multitud de plantas. Pegado a uno de los ventanales había una máquina de coser. Había pertenecido a la madre de Clara muchos años atrás, pero tras su muerte pasó a ser suya. En el centro del hexágono, una mesa de hierro blanca, con sus sillones a juego, donde pasaban las horas conversando, o simplemente observando la ciudad que se extendía a sus pies mientras sus tazas humeaban y el dulce sabor a galletas o bizcochos recién hechos despertaba sigilosamente su  paladar …   
( … )

domingo, 22 de julio de 2012


Ya no puedo hacer nada, ahora no, no es el momento. Tampoco lo hice antes, dejé pasar los días, como si no hubiera nada que perder, como si lo que más añoraría después no estuviera en juego. Me dediqué a soñar, a imaginar lo que no era capaz de conseguir, o mejor, lo que pensé que no estaría a mi alcance. Cuando me di cuenta de su proximidad ya era tarde, otra vez había vuelto a perder la partida …

jueves, 21 de junio de 2012


Adoro la tranquilidad de las noches de verano, sentir el aire fresco rozar mi piel tras el asfixiante calor del día, en el que pasamos las horas cobijándonos bajo la sombra de cualquier árbol, al amparo de los rayos del sol. La luna cubría de un gris casi plata las flores del jardín. Me descalcé y avancé hasta el césped. Dejé mi libro a un lado, encendí la vela del farol y me dejé caer suavemente. Ante mis ojos se mostraba, majestuoso, un cielo cubierto de pequeños puntos con un delicado tintineo de luz. Me acordé de tus palabras, muchas habían sido las noches que habías pasado bajo el mismo paisaje, apenas a unos pasos de donde yo me encontraba. Recuerdos de una infancia casi olvidada, tan distinta a la mía … La humedad avanzaba por mi cuerpo, adaptándose a cada uno de sus relieves como si tratara de tejer sobre él una segunda piel. ¿Qué habría pasado si no hubieras cogido aquel avión? ¿Si no hubieses estado en ese lugar ni en ese momento? Una pieza que falta, un reloj que se para, una llave que se olvida, … pero no, nada de eso sucedió, estuviste allí y yo aquí. Ahora eres tú la que se queda, mientras que yo, hace tiempo que dejé de existir. Decenas de preguntas asoman a mi cabeza como ojos curiosos a la espera de la imagen perfecta. Yo, a su vez, descubro entre líneas el asesinato de la persona equivocada …

martes, 22 de mayo de 2012


-          Si sigues acercándote de esa manera acabarás cayendo al agua – decía su padre.
Después de una larga semana de lluvia intensa, por fin el tiempo les había dado una tregua. A Gabriel le encantaba navegar. Cuando estaba en el barco de su padre, imaginaba que algún día él también sería pescador y recorrería los mares, venciendo tormentas y tempestades.
-          ¡Ayúdame con las redes, Gabriel!
El viento revoloteaba en su cabeza, alborotando su pelo. Gabriel tiraba con fuerza hasta que las cuerdas acababan haciendo sangrar a sus manos.

-          No he podido llegar antes, mamá, ¿cómo se encuentra hoy?
-          Hace un rato abrió los ojos, le estuve hablando, pero no me contestó, seguía con la mirada perdida, después volvió a cerrarlos y hasta ahora. 
-          ¡Papá, papá soy yo, Ana!
-          Me paso las horas hablándole, hija, contándole historias de cuando era pequeño, de lo que le gustaba hacer,… pero nada, no consigo que me diga nada, ni siquiera sé si me escucha. 

Cada vez que cogía la bicicleta recordaba que debía engrasar la cadena, estaba muy oxidada y hacía un ruido espantoso. Aquella tarde había quedado con Mario para dar un paseo por el campo.
-          ¡No vengas tarde y cuidado con lo que haces, no quiero pasarme el día lavándote la ropa! – le había dicho su madre, antes de salir de casa.
Mario era uno de sus mejores amigos, iban juntos a la escuela de Doña Carmen, donde compartían pupitre. Cuando las clases terminaban, salían corriendo para jugar un rato a las canicas, mientras llegaba la hora del almuerzo.  
Al pasar por el puente de piedra, la rueda de la bicicleta se enredó en una rama, Gabriel perdió el equilibrio y cayó al agua. Un pequeño rasguño en la rodilla y todo el cuerpo empapado, esta vez sí que le iba a caer una buena.  

-          ¿Cómo sigue Gabriel, alguna novedad?
-          Nada, doctor, todo sigue igual. Hace ya casi un año que dejó de conocernos, pero de vez en cuando se acordaba de algo, nos contaba alguna historia, luego se paraba de golpe, mirando fijamente al frente, y empezaba a llorar.  Desde que el pasado viernes cerró los ojos, muy pocas han sido las ocasiones en las que ha vuelto a abrirlos.

La última vez que había viajado en tren, apenas contaba diez años. Nunca olvidaría aquel viaje. Una mañana de julio, recibieron una carta de su tía invitando a él y a su hermana a pasar unos días con ellos. A la madre de Gabriel no le agradó demasiado la idea, pero al final acabó cediendo y al día siguiente estaba despidiendo a sus dos hijos en la estación.
Los tíos de Gabriel vivían en Barcelona. El viaje duró varias horas. Mientras María dormía, él observaba los paisajes a través de la ventanilla.
Gabriel nunca había estado en una ciudad. Aquellas dos semanas fueron las mejores de su infancia. Recorrió calles, comió helados, visitó teatros, escuchó el agradable sonido de varios acordeones sonando al paso de la gente, …

-          Es hora de irme, pero te dejo en buena compañía, mañana volveré a verte de nuevo, cuida de mamá.

De pronto, aquella voz pareció resultarle familiar. En los últimos meses se había esforzado mucho en tratar de reconocer las caras de tantas personas que decían ser su mujer, su hija, su hermana, su amigo, … pero no lo había conseguido. Ahora sí, sabía que esa voz no era extraña, que había formado parte de su vida.

-          ¡Mamá, ven, rápido, ha vuelto a abrir los ojos!
-          ¡Gabriel, puedes oírnos! ¡Gabriel, estoy aquí!

¡Cómo olvidar aquellos ojos de los que un día se enamoró! Gabriel sonrió y deslizó su mano hasta hacerla rozar con la de su mujer, después todo se volvió borroso de nuevo … 

sábado, 21 de abril de 2012


Me acurruqué entre las sábanas, dos días seguidos sin apenas dormir habían hecho mella. Entre imágenes y colores me iba alejando de todo lo que me rodeaba, hice un esfuerzo y apagué la lamparilla. Un sonido me hizo abrir los ojos, pero aquello no era mi habitación. Subía una calle empedrada, rodeada de un grupo de caras conocidas. Entramos en una cafetería y subimos las escaleras. El día era gris, un gris oscuro, casi negro. Las gotas de lluvia se mezclaban con el agua del mar. Las olas chocaban con fuerza en la madera del muelle. A través de los cristales vimos acercarse un tren cargado de niños. Sus caras eran sonrientes y en sus ojos brillaba la curiosidad de quien se dispone, por primera vez, a conocer los entresijos de una ciudad. La fuerza de las olas era cada vez mayor. Dentro del café, un gramófono comenzó a sonar. Los acordes de aquel tango hicieron a varias parejas unir sus pasos y desplazarse con dulzura de un lado a otro de la sala. El agua del mar empezó a deslizarse lentamente entre los edificios cercanos al puerto, mientras, un hombre accionaba una palanca, poniendo en marcha todo un sistema de engranajes y poleas.

-          ¡Dichoso temporal! – gritaba, a la vez que sacudía la ceniza de su cigarro.

Todo comenzó a girar lentamente, hacia un lado y hacia otro. Salí a la calle, la brisa del mar jugaba con mi vestido mientras yo trataba de abrocharme el abrigo. La ciudad estaba plagada de gente, pero yo caminaba sola. Llegué a tiempo, estabas esperándome. Me senté a tu lado y saqué mi cuaderno. Las páginas se sucedían una tras otra y mis manos se movían cada vez más rápido. Hablabas, contabas historias, reías, te emocionabas, … y yo aprendía. Sonó un teléfono. ¡Eran las tres de la madrugada! Habían pasado casi ocho horas desde que llegué. Ninguno de los dos quiso darse cuenta del tiempo porque, ¿qué importaba el tiempo? ¿Qué importaban el día o la noche? Tus dedos rozaron mi cara y me miraste fijamente. Empecé a temblar, desvié la mirada y salí corriendo. Fuera, el cielo no era gris, ni negro, se había detenido en un eterno amanecer … 

sábado, 31 de marzo de 2012

Los rayos de luz comenzaban a reptar, como serpientes perezosas, por las paredes húmedas de la habitación. De la silla colgaba la chaqueta roja.
La cama estaba revuelta, entre las sábanas se escondían los susurros de un sueño. Pasos perdidos en callejones pedregosos, voces ahogadas gritando tu nombre.
El aroma del café se mezclaba con los acordes de un disco girando en el salón. La madera de los ventanales crujía con cada soplo de aire.   
Tus zapatos escondidos bajo la mesa. 
Los engranajes del reloj lamiendo la última gota de energía.   
Otra rosa marchita en el jarrón ...

lunes, 12 de marzo de 2012

Volvería a acariciar tus manos, a escuchar tu voz bajo las estrellas en las noches de verano.
Volvería a verla vestida de blanco, a bailar entre las flores.
Volvería a peinar mis muñecas sentada a tu lado, a comer tus tortas de aceite.
Volvería a hundirme cada noche en aquel colchón, a dormirme mientras la cortina se mece con la brisa del viento.
Volvería a recorrer caminos montada en bicicleta, a mojar mis pies en el arroyo.
Volvería a verla destrozar su pelo, a llorar por lo que no hizo.  
Volvería , si tú estuvieras conmigo…

lunes, 20 de febrero de 2012

Un golpe en la cabeza. La sangre se deslizaba entre mis dedos. Agua cristalina y fría, como mil puñales clavándose en mis manos. Limpié la herida. Entre las hierbas bajaba silenciosa, transparente y fría, curó mi herida. Te sentía cerca, estabas allí, no sé dónde, pero estabas, tú también, curando tus heridas …

jueves, 9 de febrero de 2012

Pequeñas franjas de luz se colaban entre los troncos de los álamos. Levanté la mirada del libro, era finales de verano. Dejé mis chanclas a un lado y fui descalza hasta los escalones del porche. La madera del suelo crujió a mi paso. El día no había sido demasiado caluroso. Me gustaban aquellas tardes, sentada al sol leyendo miles de historias, soñando con ellas. Siempre imaginaba que algún día yo podría contarlas, me veía perdida en esos bosques, mojando mis pies en esos lagos de agua cristalina, … Muchos decían que me perdía en los paisajes, que idealizaba cada situación y otorgaba belleza a lo que no lo tenía. Me senté en el suelo. El azul del cielo se mezclaba con el naranja de las nubes. Mi vista se perdió en el horizonte, mi cuerpo fue relajándose poco a poco. Por un momento olvidé dónde estaba y qué me rodeaba. Necesitaba alejarme de todo. Mi pecho ascendía y descendía de forma rítmica y tranquila. Cerré los ojos suavemente. Empecé a escuchar acordes, a dibujar figuras en mi mente. Me invadió una tranquilidad que hacía tiempo no sentía. Atrás quedaba el incesante correr del reloj, sus ojos, sus gestos, … 
Una ráfaga de viento cerró mi libro de golpe, abrí los ojos sobresaltada, el sol ya se había escondido y empezaba a refrescar. Me levanté, recogí todo y volví a casa. 

martes, 10 de enero de 2012

Ajusté el caballete al tamaño del lienzo, en la paleta todo un despliegue de colores, me abroché la bata y cogí el lápiz. Tracé una cuantas líneas que me servirían de guía, el esbozo de una cara, las paredes de una casa, … Tomé uno de los pinceles, por ahora prefería el de mayor tamaño, los detalles llegarían después. Empecé a darle color al lienzo, sin definir demasiado las figuras. Los recuerdos comenzaron a aflorar en mi mente, una pincelada de amarillo sobre fondo rojo, las siluetas de varios cuerpos sentados bajo la luz anaranjada de una farola, el aire fresco de una noche del mes de julio. Un poco más de azul en tus ojos, de blanco en tu cabello, la dulzura reflejada en tu rostro. Enjuagué el pincel, ahora otro más pequeño. Toda una gama de verdes, oscuros y claros, mezclados con tonos rojos, fucsias, amarillos, … una tras otra fueron tomando forma las macetas en los estantes del patio. Líneas ocres dibujando una silla de madera gastada por el paso del tiempo. Más blanco, más y más blanco, luminosidad al amarillo, el sol radiante de una tarde de verano paseando tus calles. Un pincel pequeño, casi invisible, una línea gris fina y precisa, la aguja pespunteando la tela del vestido que luciría en septiembre. Más azul a tus ojos, más blanco a tu cabello…