lunes, 26 de septiembre de 2016

            Aquello no se parecía en nada a lo que ella había imaginado. Las habitaciones eran frías y húmedas y los pasillos solitarios. Escasos eran los rayos de sol que se atrevían a colarse por las desgastadas ventanas. El patio estaba casi siempre vacío y resultaba difícil escuchar alguna voz, aunque fuese lejana.
            Carlota acudía a clase cada día, pero nadie se sentaba en su pupitre. El resto de estudiantes la miraban con cierto recelo. Nunca un saludo, nunca una sonrisa.
            Los días pasaban despacio, más de lo que ella deseaba, y cada uno era igual al siguiente. Se sentía sola entre toda esa gente. Aquel no era su sitio … Añoraba las tardes de paseo con sus amigos, las risas, la humeante taza de chocolate de los días de lluvia, incluso el estruendoso ruido del último tranvía que siempre acababa despertándola.
            Un día, sentada en su cama contemplando viejas fotografías, se le ocurrió que quizás pudiese traer esos recuerdos a su habitación. Entonces, saltó de la cama y se dirigió al cajón donde guardaba las acuarelas y las barras de pintura pastel y comenzó a dibujar cada uno de los rincones preferidos de su ciudad. El aljibe, el río, las montañas nevadas, … todos fueron dando vida a las paredes de aquella habitación.

            Cada tarde, Carlota preparaba una taza de té, se sentaba en la ventana y observaba detenidamente cada uno de los dibujos. El olor a esencias y las maravillosas vistas la hacían sentirse en casa …


domingo, 7 de agosto de 2016

    Hectáreas de campos de trigo y algunos girasoles quedaban atrás mientras la locomotora no dejaba de rugir. El humo del tren se disipaba entre  las escasas nubes de aquella tarde de verano. Dentro del vagón, un libro me acompañaba en las interminables horas de viaje. El calor era asfixiante y  yo estaba ansiosa por llegar. Por unos minutos levanté la vista de aquellas páginas. Junto a mí, una madre enseñaba a reír a su hija mientras arreglaba, uno a uno, los impecables pliegues de su falda roja. La pequeña lo intentaba, pero la miraba temerosa, sacudiendo sus guantes y dibujando una mueca de tristeza en su rostro.
     El mes de julio había avanzado tan rápido, parecía como si solo hubiese pasado una semana desde la última vez que vi a mis compañeros tumbados en aquel parque a la salida de clase. Ahora sólo pensaba en ella y en los días que quedaban por delante para disfrutarla …
    El tren se detuvo bruscamente y tuve que agarrarme fuerte para no caer. Mi maleta pesaba demasiado, como cada año. Esta vez no estaba esperándome en la estación, sería una sorpresa … Caminé por las empinadas calles admirando las flores que decoraban los balcones y ventanas a ambos lados hasta que llegué a la puerta. Solté mi maleta y me detuve a mirarla. Sus paredes de piedra seguían impecables, imperecederas al paso del tiempo. La abuela había decorado la fachada con plantas de todo tipo y había vuelto a barnizar la madera de la puerta. Toqué despacio, pero no hubo respuesta. Un poco más fuerte después y, tras el chirrido de la puerta asomó una dulce señora de ojos azules y cabello blanco. Aún recuerdo la calidez de aquel abrazo y como las lágrimas resbalaban por mis mejillas mientras ella me decía que pensaba que aquel verano no lo pasaría a su lado …
    La casa consistía en un patio interior, cubierto de una enorme cristalera que se había vuelto translúcida con el paso de los años, rodeado de habitaciones distribuidas en dos plantas. Los suelos eran de piedra y los techos quedaban atravesados por cuidadas vigas de madera. En un lateral del patio, se encontraba la escalera de acceso a la segunda planta que dibujaba un bonito corredor. Detrás de la casa aguardaba un acogedor jardín lleno de macetas, pájaros y un pozo. Un pequeño caminito de piedras conducía a unos cobertizos donde se guardaban todos los aperos de labranza y, años más tarde, también nuestras bicicletas.
     Mientras colocaba la maleta en mi habitación, la abuela preparó una merienda en el jardín. Bollos de aceite, zumo, té, chocolate, y un sinfín de cosas más dispuestas sobre un impoluto mantel de encaje blanco.
     El año había sido duro. Días de lluvia, nieve y frío la obligaban a permanecer en casa durante semanas seguidas. La llegada de la primavera supuso un soplo de aire fresco. Salía cada mañana a barrer la puerta, a refrescarla con agua y, cuando el sol aún no había despuntado, cogía su cesta y bajaba al mercado.
    Junto a su mecedora, estaba la pamela de flores que me regaló para mi cumpleaños hace casi tres veranos. Subí a mi habitación y me cambié de ropa, un vestido sencillo y unas zapatillas blancas. Con cuidado, recogí mi cabello en una trenza y me coloqué la pamela. Al fondo del cobertizo estaban las bicicletas. Saqué la de la abuela y la mía, le quité un poco el polvo y ajusté el sillín. Cuando la abuela salió al patio sonrío – dame unos segundos, dijo – y al poco tiempo apareció también con un sombrero y unas zapatillas. Como si el tiempo no hubiera pasado, recorrimos caminos rodeados de almendros y olivos mientras la brisa refrescaba nuestros rostros. Nos detuvimos junto al río, mojando las manos y la cara, y vimos al sol perderse entre las montañas.
   Los días pasaban demasiado rápido, pero pasaban. Ahora no hay bicicletas. Casi no hay veranos …


miércoles, 23 de marzo de 2016

Ven aquí conmigo y cierra los ojos, te contaré qué veo...  
Son sus montañas las que se recortan en el horizonte. Brillan sus cumbres al reflejo del sol. Y su aroma… mmm, puedo oler ese aroma a pino húmedo como si acabase de llover.
Florecidos están los almendros, adornando unas paredes que sobreviven majestuosas al paso del tiempo. Se escuchan risas y voces. Se escuchan pasos.

Mírame, estoy sentada junto al río. Amanece un día estupendo, de nuevo, vuelve a salir el sol. Debí de hacerte caso, debí ponerme el vestido de flores que es más fresco. ¿Ves cómo relucen mis zapatos rojos? No dejo de agitar las piernas, no dejo de sonreír … ¿Sabes? Te diré una cosa, sólo si prometes no decírsela a nadie. Aquí soy feliz …
Detrás de mí, hay un niño que corre tras las palomas mientras su madre grita y acelera el paso. Ha vuelto a tropezar.
¿Y tú?, te has quedado atrás, escuchando los violines, tambores y timbales. ¡Corre – te grito desde lo lejos - o se nos hará tarde!, los jardines no son iguales sin la luz del sol. Además, tienes que enseñarme a bailar, junto a la fuente, ¿recuerdas?

¿Por qué me miras así? ¿Qué te atormenta? ¿Acaso no somos nosotros los que paseamos? ¿No es tu mirada la que reluce entre esos árboles? ¿No son las piedras de sus calles las que se clavan en mis pies?
¡Vuelve a cerrar los ojos, hazlo con fuerza, y dime que todo lo que veo no existe! ¡Dímelo!
¡Dime que no es el sonido de su campana el que escucho cada noche! ¡Dímelo y seca mi llanto!
¡Dímelo! ¡Dime si es ésto locura! Y si es así, ¡déjame cerrar los ojos y enloquecer cada día …!